El reciente triunfo de Donald Trump en las elecciones estadounidenses ha reabierto el debate sobre su legado y sus políticas, tanto a nivel nacional como internacional. Una de las características más sorprendentes de su mandato anterior fue su postura de no involucrarse en nuevos conflictos bélicos, un hecho notable si se compara con los presidentes que le antecedieron.
Este enfoque no solo definió su estilo de liderazgo, sino que también tuvo implicaciones significativas para la política exterior de Estados Unidos y para la percepción que se tiene del país en el mundo. Esta postura, aunque controvertida en muchos aspectos, representa una ruptura con las políticas tradicionales que muchos líderes estadounidenses han adoptado.
Durante su administración (2017-2021), Trump implementó una política exterior de “América Primero” que buscaba reducir el papel militar de Estados Unidos en conflictos internacionales. Aunque mantuvo tropas en varias regiones del mundo y llevó a cabo ataques específicos, como el asesinato del general iraní Qasem Soleimani, Trump evitó iniciar nuevas guerras y, en cambio, promovió la retirada de tropas de lugares como Afganistán y Siria. Este enfoque fue recibido con escepticismo por algunos sectores políticos y con aprobación por otros que consideraban necesario evitar la intervención militar en otros países, priorizando la inversión en infraestructura y seguridad interna.
La ausencia de nuevas guerras durante su mandato es un aspecto digno de análisis, pues contrasta con los precedentes establecidos en administraciones anteriores, en las que Estados Unidos participó en conflictos como las guerras de Irak y Afganistán.
Trump parece haber reconocido el agotamiento social y económico que estas intervenciones generaron en el país, especialmente en las familias de militares y en las comunidades que sufrieron los efectos económicos de prolongados despliegues militares. Sin embargo, su política no estuvo exenta de críticas, ya que en ocasiones parecía ceder terreno en zonas de influencia clave y alienaba a aliados tradicionales, como la Unión Europea, al tiempo que acercaba relaciones con líderes autoritarios.
Es importante señalar que esta estrategia de «paz relativa» no fue gratuita; muchos críticos sostienen que la reducción de conflictos bélicos y la retirada de tropas se logró a costa de una mayor tensión diplomática con naciones rivales y de una erosión en las relaciones multilaterales.
Al concentrarse en la política interna, Trump redujo la presencia activa de Estados Unidos en ciertas zonas de conflicto, lo que permitió el avance de otros actores como China y Rusia en el escenario internacional. Por ello, su enfoque de evitar la guerra no necesariamente significa una política exterior más pacífica, sino una reconfiguración de prioridades que deja abiertas muchas incógnitas.
El triunfo de Donald Trump y su regreso a la presidencia plantea una serie de preguntas sobre el papel de Estados Unidos en el mundo. La ausencia de guerra durante su mandato podría interpretarse como un éxito desde el punto de vista de aquellos que prefieren un Estados Unidos menos intervencionista, pero también puede verse como una política de aislamiento que debilita su influencia global. Será fundamental observar cómo este enfoque impactará a largo plazo y si su administración seguirá evitando conflictos armados o, por el contrario, se verá forzada a replantear su posición en un mundo cada vez más multipolar y desafiante.